COMUNICACIÓN Y TRANSFORMACIONES SOCIOCULTURALES EN EL SIGLO XXI


                       ¿Seremos lo que vemos?


ANÁLISIS / Por Guillermo Jaim Etcheverry

Aunque se acepte el presupuesto de que el propósito de la televisión es entretener y no educar, cabe reprocharle a este medio el permanente recurso a la vulgaridad y a la mediocridad para cumplir con éxito su cometido

Como ocurre cada tanto, vuelve a debatirse la influencia de la televisión sobre la formación de niños y jóvenes. Durante un reciente encuentro organizado por la Academia Nacional de Educación, en el que se exhibió una impactante selección de los momentos más significativos en cuanto a grosería y vulgaridad de nuestra televisión abierta, se desencadenó un tumulto que alcanzó la primera plana de los diarios. La celebración de los primeros diez años de FUND TV –una prestigiosa entidad destinada a destacar los aportes positivos que realiza la televisión a la educación– así como una reunión convocada por la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA), con representantes de tres academias nacionales, constituyeron otras ocasiones propicias para analizar tan conflictiva relación.
La televisión ejerce sobre la construcción del interior de las nuevas generaciones una acción tal vez más decisiva que la de la misma escuela. El predominio casi hegemónico que adquirió en nuestra vida cotidiana está provocando una profunda transformación social. Utilizando como materia prima algunos pocos elementos primarios, casi siempre derivados del ámbito de lo banal, lo grotesco o lo delictivo, la masificación de los medios de comunicación logra crear una atmósfera opresiva que influye de manera decisiva sobre el desarrollo de la cultura actual.

Es verdad que el objetivo de la televisión es entretener e informar, y no educar. Pero lo que se cuestiona es que se proponga utilizar como casi excluyente materia prima los más bajos impulsos del ser humano. El acelerado camino hacia la vulgaridad, que la tevé elige con alarmante frecuencia, responde a dos principios esenciales en la sociedad actual: hacer dinero y divertirse. Para lograr lo primero, resulta útil cualquier recurso y el afán de lucro alimenta el analfabetismo funcional que contrarresta lo poco que se consigue en las aulas. La diversión, por su lado, se va circunscribiendo a lo fácil y termina en lo ramplón y lo sórdido. Todas estas facetas de la vida humana siempre han existido. El problema actual es que su difusión masiva las promueve al nivel de ejemplo, que debería corresponder a conductas más elevadas y talentosas.

Quien siembra incultura, recoge incultura. Al sembrador corresponde la responsabilidad por la simiente y por la cosecha. Es esta poderosa influencia que ejerce la realidad televisiva sobre la construcción de las personas jóvenes, y también adultas, la que debe ocupar el centro del debate. Un bello pasaje de Heráclito dice: “El alma queda teñida del color de tus pensamientos. Piensa sólo en aquellas cosas coherentes con tus principios y que puedan soportar la más intensa luz del día. El contenido de tu carácter es tu elección. Día a día lo que eliges, lo que piensas, y lo que haces, es en quien te conviertes. Tu integridad es tu destino... es la luz que guía tu camino”.

Lo que uno elige, lo que uno piensa, lo que uno hace, es en quien uno se convierte. Por eso, el peligro reside en que lo que hoy hacemos con tanta devoción, ver televisión, nos vaya transformando de manera gradual, insensible pero inexorable, en esos individuos que a diario nos muestran las pantallas: groseros, vulgares, limitados en palabras, condenados a deambular por la vida sin pensar el mundo, sin pensarse.


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