¿Seremos lo que vemos?
Aunque se acepte
el presupuesto de que el propósito de la televisión es entretener y no educar,
cabe reprocharle a este medio el permanente recurso a la vulgaridad y a la
mediocridad para cumplir con éxito su cometido
Como ocurre cada
tanto, vuelve a debatirse la influencia de la televisión sobre la formación de
niños y jóvenes. Durante un reciente encuentro organizado por la Academia
Nacional de Educación, en el que se exhibió una impactante selección de los
momentos más significativos en cuanto a grosería y vulgaridad de nuestra
televisión abierta, se desencadenó un tumulto que alcanzó la primera plana de
los diarios. La celebración de los primeros diez años de FUND TV –una
prestigiosa entidad destinada a destacar los aportes positivos que realiza la
televisión a la educación– así como una reunión convocada por la Asociación de
Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA), con representantes de tres
academias nacionales, constituyeron otras ocasiones propicias para analizar tan
conflictiva relación.
La televisión
ejerce sobre la construcción del interior de las nuevas generaciones una acción
tal vez más decisiva que la de la misma escuela. El predominio casi hegemónico
que adquirió en nuestra vida cotidiana está provocando una profunda
transformación social. Utilizando como materia prima algunos pocos elementos
primarios, casi siempre derivados del ámbito de lo banal, lo grotesco o lo
delictivo, la masificación de los medios de comunicación logra crear una
atmósfera opresiva que influye de manera decisiva sobre el desarrollo de la
cultura actual.
Es verdad que el
objetivo de la televisión es entretener e informar, y no educar. Pero lo que se
cuestiona es que se proponga utilizar como casi excluyente materia prima los
más bajos impulsos del ser humano. El acelerado camino hacia la vulgaridad, que
la tevé elige con alarmante frecuencia, responde a dos principios esenciales en
la sociedad actual: hacer dinero y divertirse. Para lograr lo primero, resulta
útil cualquier recurso y el afán de lucro alimenta el analfabetismo funcional
que contrarresta lo poco que se consigue en las aulas. La diversión, por su
lado, se va circunscribiendo a lo fácil y termina en lo ramplón y lo sórdido.
Todas estas facetas de la vida humana siempre han existido. El problema actual
es que su difusión masiva las promueve al nivel de ejemplo, que debería
corresponder a conductas más elevadas y talentosas.
Quien siembra
incultura, recoge incultura. Al sembrador corresponde la responsabilidad por la
simiente y por la cosecha. Es esta poderosa influencia que ejerce la realidad
televisiva sobre la construcción de las personas jóvenes, y también adultas, la
que debe ocupar el centro del debate. Un bello pasaje de Heráclito dice: “El alma
queda teñida del color de tus pensamientos. Piensa sólo en aquellas cosas
coherentes con tus principios y que puedan soportar la más intensa luz del día.
El contenido de tu carácter es tu elección. Día a día lo que eliges, lo que
piensas, y lo que haces, es en quien te conviertes. Tu integridad es tu
destino... es la luz que guía tu camino”.
Lo que uno
elige, lo que uno piensa, lo que uno hace, es en quien uno se convierte. Por
eso, el peligro reside en que lo que hoy hacemos con tanta devoción, ver televisión,
nos vaya transformando de manera gradual, insensible pero inexorable, en esos
individuos que a diario nos muestran las pantallas: groseros, vulgares,
limitados en palabras, condenados a deambular por la vida sin pensar el mundo,
sin pensarse.
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